sábado, 13 de noviembre de 2010

¡NON OMNIS MORIAR! ANTONIO ACUÑA RODRIGUEZ

Rancho “El Cedrito” en el estado de Coahuila, un frío amanecer del 13 de enero de 1927. Antonio Acuña y su asistente, un joven de nombre Teodoro Segovia, van a ser fusilados por manos de soldados federales. ¿El motivo? Se trata de dos jóvenes cristeros, defensores de la causa de Cristo Rey en México, caídos prisioneros.

Antonio cuenta sólo con 20 años de edad y es uno de aquellos generosos muchachos como José Sánchez del Río, Tomás de la Mora, Zenaida Llerenas, Salvador Vargas, José Valencia Gallardo o Manuel Bonilla, entre otros muchos, que son auténticos héroes y orgullo de la Patria, porque les tocó vivir una etapa histórica especialmente difícil y ellos respondieron con una altura de ánimo admirable, ya que no dudaron en sacrificar sus vidas en aras de los más nobles ideales que puede proteger un ser humano, la defensa de la libertad religiosa y el honor debido sólo a Dios.

Antonio Acuña Rodríguez era un joven coahuilense que vivía en la capital, Saltillo. Para todos sus conocidos se trataba de un muchacho ejemplar, afable y lleno de vitalidad. Era muy querido por sus amigos y por los adultos, pues todos admiraban su noble comportamiento en el que destacaban varias virtudes, como la nobleza de carácter, la valentía y la fidelidad a la palabra dada.

El secreto de Antonio consistía en que desde muy joven se había afiliado a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), de la cual había abrazado sus altos ideales, ya que dicha organización buscaba la formación varonil y cristiana de los jóvenes mexicanos al servicio de la Patria.

Desde los tiempos de la revolución de Carranza, 1914 y en adelante, la tempestad de la persecución religiosa se había abatido sobre México. Los sacerdotes y los católicos se veían penalizados en el sagrado derecho de su libertad religiosa por ciertas leyes gubernamentales. La constitución de 1917, promulgada en Querétaro, se mostraba abiertamente hostil contra la Iglesia católica y la libertad religiosa de los ciudadanos, que es un derecho humano primario.

Para colmo, desde que entrara a la presidencia, en 1924, el gobierno persecutor de Plutarco Elías Calles se había hecho oídos sordos al diálogo y con su intransigencia logró exasperar los ánimos de la buena gente, provocando con su irresponsable actuación el levantamiento popular de los católicos en defensa de la Patria y de sus valores más sagrados.

Los alzamientos populares comenzaron a mediados de 1926 en diversas zonas rurales de los estados centrales de Jalisco, Guanajuato, Aguascalientes, Zacatecas, Michoacán, y rápidamente los ecos llegaron también a las regiones del norte del país. Como muchos otros jóvenes coahuilenses, Antonio se estremeció de indignación al saber que el ejército federal se lanzaba contra los defensores de la causa de Cristo Rey. ¡No, él no podía quedarse con los brazos cruzados cuando en torno a él aumentaban las profanaciones de los templos, los sacrilegios y se dilataba la violenta persecución que amenazaba segar la fuente del valor cristiano en los pechos de los buenos creyentes de todas las edades!

El patrimonio histórico de una nación

La memoria histórica de una nación es un componente esencial de su identidad y un elemento que ayuda a explicar mejor el presente. Quien se olvida de la memoria histórica, o peor aún, quien desea cancelarla se ve en el difícil dilema de vivir en el presente sin saber interpretarlo.

Pretender borrar la historia –ciertamente algo peor es deformarla o manipularla alevosamente– significa el rechazo a juzgar la actualidad con la experiencia de los hechos pasados para olvidar los errores cometidos, o no preocuparse de conocer los ejemplos de personajes históricos dignos de reconocimiento.

Por el contrario, recuperar y valorar la memoria histórica de la nación es un modo de imbuirse en el pasado, mas no con la vana ilusión de reproducirlo anacrónicamente, sino para aportar enseñanzas valiosas que sirvan para iluminar el presente y el porvenir que se debe construir. Es la verdad de los hechos históricos junto con las enseñanzas obtenidas, la luz que ilumina los pasos de una nación y de su porvenir.

En este sentido, los hechos históricos de la Cristiada son todavía poco conocidos en el México moderno, pero hay que advertir que con frecuencia han sido silenciados deliberadamente, y otro tanto manipulados para ocultar la verdad. Pero los nombres de los héroes y de los mártires están ahí y no pueden ser silenciados o ignorados. Por eso es muy oportuno rescatar su memoria del olvido para conocer lo que hicieron y para sacar lecciones civilizadoras que puedan motivar a las jóvenes generaciones.


Dios es primero

Ante la vista de los atropellos que se cometían, Antonio comprendió que había llegado el momento de actuar. ¿Por qué, si no para esa ocasión, se había estado alimentando to-dos los días desde chico, cuando hizo su primera comunión con el Pan eucarístico? ¿Qué era lo que había aprendido como entusiasta miembro de la ACJM, sino que es preciso defender el honor de Dios antes que claudicar delante de los hombres?

El año 1926 tocaba a su fin cuando Acuña, al igual que otros jóvenes de corazón generoso, se alistó en la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, dispuesto a afrontar los sacrificios que esto le supusiera. Desde el inicio su entusiasmo, su deseo de servir a los compañeros de ideal, su valor sereno y su ejemplo bastante conocido en la sociedad saltillense, le designaban para un puesto de mando en el estado mayor de la Liga. Así fue; pronto resultó nombrado delegado por Saltillo, a pesar de su juventud, y se entregó con todas sus energías a desarrollar las actividades pacíficas, que primero ensayó la Liga, pero que no quedaban exentas de peligros para su misma persona, en caso de ser descubierto como miembro de la LDLR.

Antonio soñaba con estudiar en la universidad para capacitarse entre los mejores y poder adquirir un título profesional, que el día de mañana le permitiera ser un hombre de provecho en la sociedad. Pero las circunstancias difíciles que le tocaban vivir y los deberes sagrados con Dios y con la Patria estaban en primer lugar que sus intereses personales, así que no dudó cuando tuvo que elegir. Sabía muy bien todo lo que arriesgaba, pues su activa filiación católica en aquella Liga sería más tarde quizá un obstáculo para terminar su carrera y alcanzar las metas que se había propuesto. Claro, todo esto suponiendo que saliera con vida de la empresa en que se había metido.

Mas ahora no importaba eso delante del deber imperioso de salir en defensa de Cristo Rey y de la Iglesia que veía sus derechos ultrajados en aquel pobre México sometido a la prueba por sus perseguidores. Ese era el presente y ese era el reto y noble ideal por el que apostaría generoso sus veinte años cargados de vitalidad. Pero, ¿y si moría? Pues él estaba dispuesto a dejar la vida sirviendo a la Patria, quien tiene el derecho de esperar que sus mejores hijos la sirvan, poniendo en el empeño los dones de inteligencia y de corazón que Dios les da.

Los jóvenes mexicanos de aquella generación no dudaron en dar su vida para hacerla progresar en la verdad y darle a México un nombre entre las demás naciones libres de la tierra. En cambio, ¡cuántos jóvenes y adultos vagan hoy sin esperanza, sin ideales altos, sin ley ni amor a Dios, cuyo santo temor es el principio de una vida recta y feliz! Hoy parece que los mercenarios del alma, gentes sin escrúpulos ni valores morales, se los arrebatan y les hablan de falsas libertades, les aturden los oídos con derechos inexistentes y contrarios a la naturaleza humana.

Antonio no deseaba morir para servir de ejemplo a las futuras generaciones de jóvenes, ni para que se hablara de él con admiración o tal vez con recelo. Nada de esto le importaba. Él quería sencillamente ofrendar su juventud por Cristo, acudiendo a la llamada de la Patria que estaba siendo vejada y deshonrada en su misma alma católica, en la que radica la esencia de su misma identidad mexicana. Si moría por defender los derechos sagrados de la libertad religiosa de las personas, entonces lo hacía basándose en el ideal puro en su mente y por un fuego de amor que ardía en su corazón. Para ello se había enlistado en la LDRL.

El Ejército liberador de Cristo Rey
Las actividades de resistencia pacífica de la Liga, como el boicot que organizaron contra la compra de los artículos de consumo producidos por el Estado no prosperaron, pues salvo en Jalisco y en algunas regiones del centro, en el resto del país no encontraron la misma resonancia civil. Mientras 1926 llegaba a su fin, la persecución religiosa en México aumentaba de tono. Los asaltos a los templos y parroquias por parte de grupos comunistas denominados “camisas rojas”, las vejaciones y también los asesinatos de católicos, se multiplicaban en diversos puntos de la geografía nacional.

Estaba al orden del día la expulsión fuera del territorio nacional de sacerdotes y de obispos, por el mínimo pretexto. El gobierno de Calles creía que gozaba de total impunidad y libertad para imponer por la fuerza sus leyes inicuas en una nación que veía cómo le pisoteaban sus derechos más sagrados.

También el episcopado mexicano había actuado, pero para ordenar el 31 de julio de 1926 el cese temporal del culto religioso y el consecuente cierre de los templos, iglesias y oratorios de todo el país; lo hacían con el fin de proteger a los sacerdotes que vivían perseguidos y para evitar los actos sacrílegos en los lugares sagrados. Los sagrarios de los templos e iglesias quedaron entonces vacíos y en muchos de ellos la gente había puesto carteles con la leyenda “NO ESTÁ AQUÍ”.

Fue entonces que los buenos católicos no pudieron permanecer más tiempo impasibles ante la vista de tantos desastres e injusticias, y, comenzando por el centro, se levantaron los primeros núcleos de defensores que tomaron las armas para hacer valer sus derechos sagrados. Eran hombres y jóvenes, campesinos en su mayoría, tal vez mal vestidos y pobres de caballos, de armamento y de otros bienes materiales indispensables, pero riquísimos en los más nobles sentimientos de amor a Jesucristo, a la Virgen de Guadalupe, a la Iglesia y al Papa, y llegarían a formar el Ejército Libertador de Cristo Rey.

Antonio Acuña no tardó en alistarse dentro de sus filas, en su tierra natal. Siempre había sido un valiente muchacho y ahora ya era un soldado de Cristo Rey. Por su resolución y su valor, desde el primer momento se colocó al frente de uno de aquellos núcleos, y también se esforzó por reclutar a más defensores. Los jefes de la Liga admiraban el valor y la decisión del joven Acuña, de manera que le dieron el grado de mayor, en el incipiente ejército libertador.

Soldado de Cristo Rey

Como soldado de Cristo Rey su trayectoria resultó muy breve. En Coahuila eran pocos los núcleos alzados en armas y por este motivo, la resistencia fue menor que en otros lugares de México. En realidad hay muy pocos datos acerca de las actividades de estos jóvenes cristeros saltillenses. El caso es que Antonio cayó prisionero, junto con su asistente, Teodoro Segovia, a inicios de 1927. Se les condujo ante las autoridades militares y se decretó la pena máxima contra ellos, y esta disposición debería llevarse a cabo en la mayor brevedad posible, sin previo juicio y sin la posibilidad de la intervención de algún abogado a su favor. Los soldados federales que recibieron la orden sintieron una profunda pena por tener que fusilar a un joven tan amable, tan atractivo por su gentileza y su bondad de corazón, además de tan valiente y conocido en la sociedad.

Alguno le rogó que tuviera consideración de su propia juventud y de su futuro, que se truncaba de modo tan triste; que pensara en los miembros de su familia, en sus amigos. Le prometieron que si renunciaba a la defensa cristera y se unía a los federales, le perdonarían la vida y que hasta podría conservar su mismo grado militar en el ejército. Pero a los ojos y oídos de Antonio todo aquello equivalía únicamente a traicionar a Cristo y la santa causa que defendía, por la que estaba dispuesto a sacrificar su misma vida.

—¡Morir! No crean que eso me apena. Moriré en la tierra, pero viviré eternamente en el cielo con Cristo Rey, a quien he querido servir siempre. ¡Soldados, cumplid con este encargo! También ustedes son católicos y dan muerte a un hermano en la fe. No los culpo, porque sirven al ejército nacional y obedecen las órdenes de sus jefes. Adelante pues, que los perdono de corazón.

Así fue como Antonio y su asistente Teodoro Segovia, dos jóvenes valientes, cayeron fusilados en el rancho llamado “El Cedrito”, en un triste amanecer del 13 de enero de 1927.





¡NON OMNIS MORIAR!

Aquel gallardo joven de veinte abriles,
encanto y esperanza de un noble hogar,
al sentirse hecho blanco de los fusiles,
afirmó sus hermosos rasgos viriles
y miró a sus verdugos sin pestañear.

"Soldados" -Dijo luego con voz entera-:
"Es mi última palabra... voy a morir...
pero no muero todo, Cristo me espera...
ya, teñida en mi sangre, ved su bandera
flotar sobre la Patria y el Porvenir...
En México sus iras vuelca el Infierno,
el tirano se encumbra, gime la ley.
Y yo muero... no importa...Cristo es eterno...
Ustedes son soldados de un mal gobierno,
pero yo soy soldado de Cristo Rey".

Una pausa suprema... brilla la hoja
de una espada desnuda... signo fatal...
Un cadáver encharca la tierra roja, 
y estremece las ramas una congoja:
es el viento que bate su funeral.

Duerme en paz en tu fosa, joven soldado,
con la tierra sangrienta por ataúd...
No dormirá tu nombre, será el sagrado
grito de las batallas, pues ha jurado
salvar a nuestra Patria, la juventud.

Cuando por fin, vencido, ceda el Infierno,
el tirano sucumba, triunfe la Ley,
sonará, son de bronce, tu grito eterno:

"Ustedes son soldados de un mal gobierno, 
pero yo soy soldado de Cristo Rey"

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